domingo, 29 de junio de 2008

LA COLMENA (X PARTE)

Si cerraba los ojos, se recordaba siendo una niña con cinco años en el cuerpo. Su madre siempre le ponía delantalcitos con calzas blancas y zapatitos de charol negro. Siempre le dijeron que era tierna, pero nunca estaba acompañada.

Dos años antes había llegado a la casa de sus abuelos paternos en compañía de sus progenitores, un sitio en donde mucha gente vivía bajo el mismo techo. Primos, tíos y amigos de la familia en desgracia. Era una aldea pequeña en medio de una gigantesca ciudad. Una emulación a la colmena de Camilo José Cela y la distribución logística de los individuos en ese lugar los llevó al patio gigantesco de esa casa, en donde su papá había construido una casita celeste con ayuda de sus hermanos.

Los padres de ella trabajaban, por eso debían dejarla sola en medio de esa colmena humana. Estaba al cuidado de una tía que desaparecía el día entero con un hombre alto, el que siempre recordó como una sombra. La misma figura negra que llegaba a fin de mes, siempre de noche, a dejar un fajo de billetes en la mesa de su abuela, una mujer elefantosa que siempre estaba sentada en un sillón floreado junto a la salamandra. Al desaparecer su tía ella quedaba abandonada a su suerte y temerosa. Los niños de la colmena nunca la miraron por tener la piel mate y ellos la piel clara. Nunca la miraron porque era gorda y ellos delgaditos como pequeñas y esbeltas lombrices. Entonces despertó la tristeza crónica que, desde tiempos inmemoriales, acompañó los genes de su familia materna y pudo dormirla de nuevo, los niños son flexibles… Pero no cuando llega alguien y deja una marca de fuego en los recuerdos. Tenía cinco años cuando en alguien dentro de esa maraña humana le robó la inocencia.

Un día, uno de los tantos primos que se allegó a la tribu de aquella casa, la tomó de la mano. No recordaba el día, sólo sabía que era de tarde, que tenía cinco años y que andaba sola por ahí mientras la tía que la tenía a su cargo había desaparecido como siempre con la sombra masculina de los fajos de billetes

“Ven, vamos a inventar un juego que te va a gustar”, le dijo mientras la conducía a un lugar oculto del patio.

Ella tenía cinco años y no entendía nada. Tampoco entendió que él le quitara las calzas blancas y la acariciara entre las piernas. Tampoco entendía porque ella tenía que tocarlo. No entendía. Nunca entendió, pero sabía que estaba mal y por eso un día sacó valor de alguna parte para detenerlo, para decirle que lo acusaría con su papá. Por eso habló con su tía que desaparecía

“Si le cuentas a alguien eso que me dijiste, todos van a pensar que eres una sucia. Tus papás te echarán de la casa, porque a las niñas como tú no las quiere nadie”, le contestó esa mujer mientras le apretaba su frágil brazo infantil.

Todos sabían lo que ese primo hizo con ella en aquella colmena, menos sus padres. Menos su padre. Menos su madre. Estaba sola con su secreto hundiéndole las uñas en el cerebro.

Con cinco años decidió callar sabiendo que no estaba bien. Sabiendo que si llegaban a saberlo la echarían de casa por sucia y que nunca nadie la querría, porque ella no servía para querer. No había nacido para eso. Nunca sería así. Estaba marcada de por vida. Aunque finalmente se desahogó con su madre 20 años después, nunca dejó de sentir la marca aquella. Porque en realidad nunca tuvo infancia. Aunque nunca más volvió a tocarla, el daño estaba hecho. La marca de aquella colmena ya le había molido la inocencia.

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